Catálogo Sala Parés

Catálogo Sala Parés, septiembre de 2006

Autor: Maria Escribano

 

El albergue del ser

No sabemos quien monta ese caballo, ni hacia donde van ni de donde vienen los personajes que aparecen junto al coche averiado en un claro del bosque. La luz que ilumina la insólita escena, penetra en forma de rayos oblicuos que se superponen a la verticalidad de los troncos. Tal vez toda esa gente esté huyendo de algún lugar hostil y por alguna razón, les ha sido dado contemplar al personaje que monta el caballo y que surge de la misma dirección de la luz. No todos lo advierten. Algunos siguen afanados en el arreglo del vehículo, pero otros empiezan a descubrir poco a poco hacia donde deben dirigir sus miradas. Como en La espera de Richard Oelze, nuestra atención se despierta de entrada ante la ubicación de esos seres, cuyas ropas denotan su procedencia urbana, en un paisaje que les es ajeno. Tal situación nos advierte inmediatamente de que algo no habitual está ocurriendo, pero mientras en el cuadro del artista alemán se insinúa la aparición de una amenaza, en este el caballo blanco, aparece avanzando frente al automóvil parado como una aparición salvífica. Otra de las historias, transcurre por el contrario en una ciudad imaginaria. La oscuridad de la noche está aquí traspasada por los halos de luz artificial que irradian los edificios sobre cuyas paredes aparecen enigmáticas imágenes, una mano apresada por un leve tejido o un ojo escrutador presidiéndolo todo. Una melancolía dechiriquiana corre por las calles de esa ciudad vacía, pero lo que se nos muestra no son las huellas del pasado, sino una moderna arquitectura cuya ordenada disposición no ha podido impedir tampoco la soledad de Adán y Eva. Bajo la forma de antiguas esculturas, no podrán abandonar ya nunca este lugar como si se les hubiera condenado no a la expulsión, sino a mantenerse eternamente en los márgenes, formando parte de ese paisaje. Puede que su rebelión haya sido distinta, pero idéntico el origen de su melancolía. Incluso la proyección de esas imágenes, procedentes de un ámbito extraño sobre la geometría extrema de los edificios, no han conseguido disminuir la certeza de seguir permaneciendo al otro lado, de la pérdida de la realidad, pese al presentimiento de su resplandor que permite el propio hecho de su persecución en la pintura.

Los que conozcan la obra de Juan Antonio Mañas y Brigitte ya saben que desde el comienzo, han elegido construir cada cuadro como un laboratorio de símbolos en el que se escenifican paisajes de la imaginación, a través de los cuales, quizás también como un modo de rebelión contra las imposiciones del tiempo, los artistas siguen confiando en la capacidad sugestiva de las imágenes para agujerearlo, para transfigurar la realidad y propiciar que se ponga a hablar en su verdadero lenguaje. Para ello indagan en los más variados depósitos, el arte clásico y moderno, la sabiduría antigua, la ciencia, la fotografía, o el cine. Su finalidad es elegir de entre todo ello fragmentos que les permitan ensayar de nuevo la reconstrucción del sentido, para ir descubriendo, alumbrados con la luz de la pintura, caminos de acceso hacia otros lugares. Ambos trabajan juntos desde el principio de su trayectoria con una misma hoja de ruta y con los mismos planteamientos formales. Ambos han ido también evolucionando al unísono de tal modo que, de entrada, fácilmente pueden confundirse sus obras. Sin embargo una mirada más atenta descubrirá que, aún partiendo del mismo lugar y con objetivos semejantes, en ocasiones cada uno se permite desplegar sobre el lienzo sutiles diferencias para abordarlos. Más receptivo Mañas a las limitaciones de la percepción para traspasar la línea de sombra, la melancolía aparece con frecuencia como un elemento de sus cuadros, que indagan sobre el drama del propio hecho de pintar, sobre los diferentes niveles de la conciencia o sobre la irreprimible atracción por la reconstrucción de los mitos. Szenczi, por su parte, gusta de convocar a través de sus cuadros unos espacios en los que los referentes históricos se tejen con el espacio sin tiempo de sus propios recuerdos, para formar paisajes de las recónditas estancias del sueño o para reconstruir los ocultos almacenes de la memoria. Congelar el tiempo, o clasificar sus apoyaturas para intentar desmontar sus falacias, son modos de perseguir un mismo propósito, reclamar la pintura como un espacio de contemplación, como lugar de paso a través del cual se propicia la manifestación de lo inefable , que sólo adquiere toda su autonomía entre los infinitos pliegues que porta consigo el lenguaje sensible y que sólo revela toda su elocuencia por medio de ese mágico juego de espejos que es la experiencia estética.

Junto a los objetos, junto a esas imágenes evocadoras a los que debe prestarse una gran atención, pues nada es gratuito en una obra que persigue recuperar la densa carga alegórica que acompañó a toda una deriva de la pintura, el espacio donde se sitúan, la arquitectura o el paisaje ocupa también en sus invenciones una relevancia especial. Pueden ser paisajes naturales filtrados por la mirada de Claudio de Lorena o de Botticelli, arquitecturas pertenecientes a antiguos mitos, como la Torre de Babel a través de Brueguel, o modernos como la ciudad de Nueva York e incluso construcciones subterráneas primordiales en las que en ordenados anaqueles descansan los signos que conforman el archivo de nuestra memoria. Pero es importante advertir junto a todo ello el punto de vista a partir del cual son recreados y que tanto debe a la mirada incorporada a nuestra retina por esa gran fábrica de sueños de nuestra época que es el cine. Grandes aficionados al cine, que está presente en su obra desde sus comienzos, Szenczi y Mañas han sabido ir introduciendo en su pintura de modo muy selectivo, no sólo la formidable magia visual de las composiciones oníricas que permite sus ilimitados recursos técnicos, sino que también han entendido que algunos de sus objetos o sus personajes de ficción, han adquirido ya una realidad ideal y forman parte de nuestro imaginario, como sucede con la literatura o el arte. Los embajadores Jean de Dinteville y George de Selve visten de manera distinta, pero se colocan junto a la misma alfombra sobre la que posaron hace casi quinientos años, sólo que sobre ella están también ahora el conejo de Alicia y el ya mítico trineo Rosebud. A lo largo de esa infinita Galería del éxtasis, Juan Antonio Mañas rinde homenaje a ]osé Val del Omar, el gran cineasta granadino, inconcebiblemente olvidado. La elección no es azarosa, Val del Omar, un visionario, un «poeta electrónico» como él soñaba al hombre del futuro, utilizó la magia del cine como modo de «fugarse del negro de los libros e irse hacia la imagen luminosa como las mariposas a la luz».

El crítico André Bazin opinaba que el cine debe más al moderno ideal romántico de un arte transfigurador que al progreso tecnológico, porque no fue sino aquel deseo el que acabó provocando la tecnología que lo hizo posible. Al principio de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust recuerda el poder de transubstanciación de las imágenes de la linterna mágica que conseguían convertir una habitación corriente en un escenario para la visión de una realidad de otra índole. Del mismo modo operan sus recuerdos en la génesis de su literatura, hasta conseguir crear a partir de ellos, como observó Ignacio Gómez de Liaño, «un vacío capaz de acoger la esencia intemporal de las cosas y el sentido que ilumina su entera existencia», de tal forma que el modo de proceder del escritor francés «ofrece un interesante parecido con las concepciones de la memoria y el tiempo vigentes en la Grecia arcaica». Igualmente, lo que persiguen Mañas y Szenczi es mostrar cómo la memoria adherida a las imágenes, sigue haciendo posible a la pintura abrir un hueco en la melancolía y penetrar por él tras la búsqueda del tiempo primordial, de ese lugar vacío donde, más allá de la opacidad de lo aparente, se acaba por descubrir el albergue del ser.

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