Catálogo Galería Almirante

Catálogo Galería Almirante, septiembre de 2000

Autor: Fernando Huici

Pintando de memoria

¿Qué cosa hay con un orden tan peregrino como la memoria?

A muchos, la pregunta les resultará, sin duda, paradójica, pues se tiende, por superstición, a entender precisamente lo contrario, a saber, que el de la memoria es un orden ejemplar. O, dicho de otro modo, que la memoria es, en esencia, orden, afirmación ésta en modo alguno falta de razón, sólo que lo es a su muy singular manera. Pues basta con caer en la cuenta de cuantas disciplinas y artes se aconsejan aplicar para el buen ejercicio de la memoria, para que surja de inmediato la sospecha, cuando tanto desvelo, y tan constante, precisa su puesta en orden, de si su estado natural no será a la postre, precisamente, si no el desorden puro, sí, al menos, un orden caprichoso y asilvestrado. Porque aquel que se lamenta o se disculpa clamando ¡Qué memoria tengo!, no afirma desde luego que carezca de ella, sino, en todo caso, que la suya es mala, a saber, indisciplinada o errática; que los recuerdos y saberes en ella sepultados emergen al buen tuntún, en una secuencia incontrolada, ajena a su gobierno. Caso distinto es el del amnésico, que es quien en verdad ha perdido la memoria y carece de recuerdo o saber alguno, o, al menos ─ como quien, habiendo enterrado un tesoro, extravía el plano que señalaba el lugar ─, del modo de acceder a ellos; y tanto da entonces que haya un orden, sea a su libre capricho o al del sujeto, pues ningún beneficio el olvido saca de ello. Y miente, al menos en parte, quien, sin ser amnésico, dice no tengo memoria, pues lo que en realidad afirma es que no tiene sobre ella gobierno o mejor aún, en rigor, que a su vez ignora el mapa que desvela en ese caótico paraje la visión de un paisaje fecundo y eficientemente domesticado.

Viene todo esto a cuento del lugar principal que la memoria ha ocupado, desde el origen, en la pintura de Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas. Ya en las tempranas series inspiradas, en el umbral de los años ochenta, por ignotos y precisos arquetipos en la estirpe del cine clásico, tanto el recurso a la cita erudita como el aura de evocación nostálgica apelaban a registros del paradigma mnemónico, y lo hacían ─ desde un sesgo estratégico que, con modulaciones diversas, marcará de continuo su andadura ─ impregnando su juego de una sofisticada equivocidad. Lejos de la inercia pop al empleo de referentes míticos dominantes en el contexto de la cultura de masas, en su caso, sin aludir a estos del todo, optaban a menudo por modelos manifiestamente excéntricos que, de un lado, encarnaban, en su grado mayor de intensidad, el clima característico asociado a un determinado género y, al tiempo, remitían a una fuente tan inusitada que, salvo para un observador de particular erudición cinéfila, por lo general impedía su identificación certera. De tal modo que siendo escrupulosamente fidedignas en relación al sustrato documental empleado, no pocas de aquellas recreaciones en relieve de fotogramas reales generaban la sensación de ser ficticias, una suerte de falso recuerdo que, simulando minuciosamente el aroma y los clichés sintácticos vinculados a un cierto paradigma cinematográfico, camuflaría a la postre un pastiche magistral. Y su vocación implícita era precisamente esa, eludiendo el reconocimiento inmediato de lo obvio y socavando la seguridad del espectador, desplazar el foco de atención hacia lo que realmente les importaba resaltar, no la complicidad compartida en la banal mitificación de un tópico, sino el rescate, más genérico y enrevesado, de un microcosmo de ensoñación afectiva que, en buena medida, ha constituido el cultivo nutriente de nuestro aprendizaje emocional.

No muy lejanos, a su vez, serán los mecanismos urdidos, apenas unos años más tarde, por Brigitte en sus fabulaciones arqueológicas de ignotos vestigios inmemoriales, estas sí, en buena parte, de libre e intempestiva invención, pero cuya licencia se limitaba a desplazar el eje de perspectiva hacia otro aspecto del tejido de la memoria y a complacerse en otro umbral de ambivalencia. Pues de lo que nos habla es del poderoso e inquietante enigma de esos arquetipos inmemoriales de los que lo ignoramos todo por entero ─ ¿qué importa, entonces, si a la postre son imaginarios, modelados en esa pasta shakespeariana de la que están hechos los sueños y que, en definitiva, como imaginario nos constituye ─ pero en los que creemos reconocer pilares fundacionales e inconscientes en el edificio de la memoria cultural de nuestra estirpe y que, como los retazos emergentes de su pasado que, a modo de fogonazos en la niebla de la mente, alientan la desazón del amnésico, turban también nuestra certeza acerca de aquello que consideramos ser.

Y lo mismo ocurría con las escenas dedicadas por Juan Antonio a esa patria del sujeto ─ infectada de conflictos y terrores soterrados, a la vez que idealizada como limbo edénico ─ que es la infancia., y al escenario escolar en el que forja su carácter y adquiere las claves elementales de su visión del mundo. De nuevo, una infancia o una escuela en la que poco importa cuanto, mucho, algo o nada, haya de autobiográfico, pues sólo vale como abstracción simbólica de una memoria ejemplar. Ya que en esa dimensión alegórica es donde eleva definitivamente su vuelo y orienta el cerco a su auténtica presa el trabajo que Szenczi y Mañas destilan a partir del caudal laberíntico y tentacular de la memoria, también, y de muy particular manera, de aquella que se asocia a la estirpe de su oficio y en cuyo comercio convierten el pintar en un relato moral, melancólico y feérico, sobre el destino paradójico de la pintura.

Hace tres años, para la anterior exposición madrileña de ambos artistas en esta misma galería, que presentaron precisamente bajo la divisa de Paisajes de la memoria, Juan Bufill realizó un texto que culminaba su disección de la sintaxis pictórica que Szenczi y Mañas han acuñado en su andadura desde un tan particular saqueo del abanico de registros que despliega el orden peregrino de lo mnemónico, hablando de un modo capaz de integrar armónicamente orillas y fusiones entre edades y momentos diferentes, pasado y presente, vida interior y exterior. Y, de hecho, las claves esbozadas por Juan Antonio y Brigitte con los cuadros de aquella muestra siguen siendo, en las coordenadas respectivas de tiempo y espacio identificadas entonces por el crítico catalán, en buena medida las mismas de hoy, en este doble ciclo reciente, prolongan, sobre registros considerablemente más elaborados, sus últimos lienzos.

En los terrenos que esbozan, por separado, las evoluciones recientes de nuestros dos artistas, se dibujan sendos itinerarios que, tal y como sus vidas y meditaciones finalmente se entrelazan, también confluyen fatalmente en un paisaje común. El camino trazado, emblema a emblema, por las telas de Brigitte Szenczi ─ en un reordenamiento estratégico ajustado a beneficio de nuestro argumento, como lo son en definitiva todos los órdenes rentables en la invención de la memoria ─ sería, en origen, un peregrinaje transcontinental de Norte a Sur, relatado a través de las composiciones inspiradas, con alto grado de verosimilitud, en fotografías (¿reales?, ¿ficticias?, ¿propias?, ¿ajenas’?, poco en definitiva importa) de un álbum familiar. Por el contrario, el deambular de Juan Antonio Mañas, siempre con un toque más onírico, más ajustado a los traviesos deslices de la memoria, puede sugerir un desplazamiento temporal (¿biográfico?, ¿literario?), pero nunca realmente geográfico, pues el horizonte en el que se inscribe es el mismo en el que ambos periplos, al final, necesariamente se encuentran. Un paisaje que, este sí, es real y coincide con el escenario donde ambos artistas comparten sus vidas y desarrollan su trabajo. Pero, de nuevo, ¿alguien puede sorprenderse aún a estas alturas?, tampoco eso importa, a la postre, gran cosa. Pues ese paisaje, antes que un lugar objetivo ─ con calor y moscas, con el aturullante fragor de Tramontana o Mistral, tan indiscreto, desarbolando el peinado de las damas, como acostumbran a ser esos molestos rincones de tozuda realidad ─ es, como el gorrión de William Carlos Williams, una verdad poética. Mejor aún, el paradigma escénico en el que mitificamos la raíz vertebral de nuestra identidad. Como tantos, necesariamente, antes que ellos, Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas, tras esforzadas empresas de circunnavegación por los océanos de la memoria y la pintura, han descubierto el Mediterráneo. O hacen como si así hubiera sido. Sólo que la mesa parada en la cumbre, entre suaves colinas y bosques de cipreses, que domina la bahía, no acoge, bien lo saben, hoy ya el banquete de los dioses. Tan sólo (¿son actores en la pausa de un rodaje?, ¿son realmente Bufalo Bill, María Antonieta, una princesa florentina?; ¿importa mucho?) sombras de una estirpe mortal.

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