Catálogo de la galería Alfredo Viñas

Galería Alfredo Viñas, noviembre de 1997

Autor: Jaume Vidal Oliveras

Alegorías, enigmas, emblemas

En esta exposición hay un mensaje. Juan Antonio Mañas y Brigitte Szenczi, que desde siempre trabajan y exponen conjuntamente, plantean una reflexión sobre el significado de la imagen y el oficio de pintor. Este es el mensaje.

La exposición posee un punto de partida, a partir del cual se organizan las preguntas y las respuestas. Este punto de arranque es una pieza muy ambiciosa: La Vista o ¿engañan las apariencias? Una obra, que va a quedar como la reflexión más importante sobre la imagen, realizada desde el propio ámbito de la pintura de final de milenio, y a la que tendremos que prestar mucha atención. Esta imagen implica una respuesta ética.

Vamos a ver con detalle esta obra que, como decíamos, articula el desarrollo de la exposición: La Vista o ¿engañan las apariencias? Pintada por Juan Antonio Mañas, remite a un género olvidado: el denominado «gabinete de pinturas»; género este aparecido en el siglo XVII y al que Juan Antonio Mañas se aproxima desde la modernidad. En estas pinturas se representaba una estancia que guardaba objetos curiosos y de arte; era un espacio íntimo destinado al conocimiento y a la contemplación; un microcosmos, réplica del universo, de objetos e imágenes que ayudaban y contribuían al saber. En este contexto el gabinete es una especie de exaltación simbólica de la pintura: la belleza y la imagen contra la ignorancia. Ahora bien, en Juan Antonio Mañas el gabinete se transforma en una «vanitas»: el triunfo de la muerte. De ahí su modernidad: ya no es posible una visión de cohesión y benigna. El poeta clásico o incluso romántico hacía un canto optimista por el sentido de las cosas. La modernidad rompe con una imagen del mundo optimista, esto es: con lo que desearíamos escuchar o con lo que desearíamos ver. Juan Antonio Mañas nos hace dudar, introduce desasosiego; en vez de tranquilizarnos nos produce inquietud. Esta obra, más pesimista, nos hace ganar, sin embargo, en toma de conciencia, en otra actitud para relacionarnos con las imágenes, más desilusionada, pero más auténtica. Porque esta «vanitas›› sigue siendo como antaño un instrumento o un espacio de conocimiento, una reflexión sobre el pintar, el oficio de pintor que nos hace repensar la pintura.

La Vista o ¿engañan las apariencias? nos describe un espacio extraño; en primer término un ámbito, propiamente el estudio o gabinete, y al fondo un paisaje bucólico, uno proyección del otro sin que pudiéramos decir cuál es el reflejo y cuál es el reflejante. El primer término ─ el gabinete ─ se nos aparece deshaciéndose, como si la imagen muriera en un ser que se está descomponiendo. Se trata en efecto de un gabinete en estado de descomposición. Antes, la representación de los gabinetes antiguos era un horror vacui, regalo generoso para los sentidos; ahora las imágenes sobre las paredes, las fotografías y diapositivas en el suelo y el mismo televisor, son una experiencia de muerte: se han vaciado de contenido; solo queda el soporte, vacío de alma, el puro resto sin vida.

Existe un elemento que nos puede ayudar a comprender este vacío: Al fondo se representa una estantería para libros. Se trata de un mueble de artista realizado por los dos pintores, Juan Antonio Mañas y Brigitte Szenczi, que ha tenido difusión en revistas de diseño; se titula El Pensador. Esta estantería de forma antropomórfica, perfila en la parte superior un busto con el ademán de la reflexión y en el interior de la figura, están los estantes para los libros. El pensamiento germina de los libros, su razón está en los libros que guarda en su seno. Pues bien, este mueble-objeto que vemos en el cuadro está vacío, simplemente hay una cámara fotográfica ─ objeto mecánico, incapaz de pensamiento ─. Pero decir ausencia, decir vacío no es suficiente, hay algo más; existe una suerte de enfermedad, algo infeccioso y maligno. La figura central, atrapada por el halo luminoso y vacío de la pantalla, está envenenada; contagiada por la imagen electrónica, posee el color de la putrefacción; más aun ha perdido su identidad: se ha transformado en un cuerpo estereotipado, papel couché o de spot publicitario, una belleza masmedia standard, mecánica y sin personalidad.

¿Y esta especie de ciervo? Las representaciones de gabinetes antiguos están asociadas a una serie de símbolos que nunca suelen faltar tales como espejos o máscaras. En algún caso resultan esotéricos. Sin embargo el ciervo es un símbolo muy recurrente e identificado habitualmente con la espiritualidad y la regeneración: sus cuernos, que renueva cíclicamente, se elevan hacia lo alto. Pero en este caso concreto, este ser con rostro humano ─ al que se superpone y se asocia la figura masculina ─, ¿no seria más conveniente calificarlo como una perversión de lo espiritual? ¿No es más bien una proyección de la propia culpa? ¿No es como el simio, por ser el animal más próximo al hombre, un símbolo de la degradación de lo humano?

Al fondo un paisaje, contrapeso de este espacio enrarecido. Un paisaje cálido, cristalino, transparente; es un paisaje humanizado; observamos en la lejanía un personaje leyendo ─ contrapunto al vacío de la imagen ─ como queriendo decir que la cultura, el humanismo, «el saber leer» se contrapone al vacío y la saturación de imágenes. Uno diría que se expresa como la proyección de un deseo. Es posible, pero más bien tengo la impresión que uno y otro son dos mundos que, inseparables, se confunden. Hay una escena clave que nos define la naturaleza del paisaje: casi perdida, una diminuta figura con una máscara se contempla en un espejo sostenido por el que parece un liliput o un amorcillo: el engaño (la máscara) de la consciencia (el espejo). Es en este sentido, en señalar que las cosas se confunden, en que se pierden las referencias, reside la modernidad de esta visión. Por esta razón la calificaba de vanitas: no existen los salvavidas, simplemente queda el sentimiento de vértigo al mirar cara a cara el vacío detrás del deseo. Pero, cuidado, también responsabilidad y conciencia del autoengaño que nos hará mirar de otra manera las imágenes.

Hay un personaje clave del que todavía no hemos hablado y sin el que la descripción del cuadro quedaría incompleta. Situado en la esquina domina desde un lugar privilegiado la composición y la observa a través de una máscara que es a su vez un espejo. No es una figura cualquiera. Tiene forma, pero no tiene carne, observa y no es visto: es como el vampiro que se alimenta de la mirada del otro. Es la figura que habita detrás, ese obscuro lado del espejo y la imagen que, muda, tanto nos atrae y nos inspira tanto miedo.

Pero esta pintura más que cerrar, abre un ciclo creativo. Es un punto de partida y se complementa con otras dos obras de Juan Antonio Mañas también muy significativas, unas obras que me parece pueden leerse en clave de autorretrato o de itinerario creativo, ambas obras nos hablan de la relación del artista y la imagen, su obra, del oficio y del esfuerzo del pintar: El Eterno Adán y La Reconstrucción.

El Eterno Adán es una nueva melancolía, una nueva versión de ésta desde la modernidad. La melancolía, una suerte de género o tema olvidado, versa sobre la inquietud, la duda, la espera de inspiración, la ansiedad, la desorientación del proceso creativo: la melancolía del artista. Identificamos al creador de imágenes en su reflexión por la cámara y este instrumento que se nos antoja una especie de brújula. El paisaje, a pesar de su apariencia bucólica encierra una red de signos contradictorios y opuestos con esta especie de ruina industrial en el centro geométrico del cuadro. Es un paisaje en tensión aunque descrito de manera sutil e incluso esotérica: radiografía de las dudas, del proceso de ideación y más cuando ─ lo hemos visto ─ la imagen por su perversidad y engaño exige del artista un comportamiento ético. La aparente tranquilidad del creador se traslada en este combate de opuestos del paisaje.

Pero a esta reflexión le sigue un duro y esforzado trabajo. La Reconstrucción expresa en clave metafórica el hacer del pintor. Un trabajo físico y corporal: el artista trabaja con herramientas, con las manos y la materia. Observemos de paso que se trata de un espacio en construcción muy próximo a aquella arquitectura con óculos que hemos visto en La Vista o ¿engañan las apariencias? Se trata de un espacio que se está rehaciendo. ¿Pero qué construye el artista? El artista construye la imagen y en este caso concreto el rasgo más significativo y elaborado es el aire o si se quiere la atmósfera. Un aspecto, inasible e inmaterial que la reproducción fotográfica no alcanza a mostrar. Quien observe simplemente la fotografía no podrá comprenderla y me parece que aquí, en esta necesidad de una relación de tú a tú con la obra se encuentra una de las condiciones de este óleo en concreto y de la imagen en general. Ahora que mientras escribo tengo delante la obra, percibo por contacto una especie de revelación: es este aire con todas las connotaciones que implica lo que da sentido a la pintura. Es este aire, expresión de pura espiritualidad, el único combatiente de talla para enfrentarse al sinsentido y el vacío de la imagen. Este algo que no se puede reproducir, que es intraducible, y que es único en el mundo y que es como la música o la luz, un lenguaje que habla a nuestra imaginación. Se trata de un renacimiento, porque se recupera el sentido de la imagen. Y en otro sentido, para mi que he seguido la trayectoria del artista, también se trata de un renacimiento porque el pintor ha recuperado el óleo ─ que naturalmente facilita los efectos de transparencias y veladuras ─ después de utilizar otro tipo de pigmentos y trabajar otras problemáticas, también muy interesantes pero diferentes.

El proceso de Brigitte Szenczi posee la misma preocupación inicial que ]uan Antonio Mañas: el vacío de la imagen y la búsqueda de una imagen espiritual. Desde hace algunos años Brigitte Szenczi trabaja con viejas fotografías de su entorno familiar. Son unas fotografías B/ N, pequeñas, realizadas hace muchísimo tiempo que ilustran países centroeuropeos y geografías extranjeras; son unas fotografías muy especiales, han absorbido y se han enriquecido por el paso del tiempo y la lejanía. Este es el punto de arranque de su trabajo, su inspiración, por decirlo de alguna manera, ya que de hecho se trata de una especie de reelaboración a partir de referencias muy diversas.

¿Pero por qué transformar una fotografía antigua en pintura, en una nueva imagen? Rehacer, manipular, reconstruir una imagen significa aprehenderla, apropiarse de ella emocionalmente, saber cómo es por dentro, aproximarse a su secreto. Se trata de escrutarla y al fin y al cabo de intentar comprenderla o de aportar sobre ella una perspectiva diferente.

¿No veíamos antes en un cuadro de Juan Antonio Mañas que el oficio de artista, era un trabajo manual de transformación?
Es también una invención; una creación en sí misma porque existe un diálogo entre la fotografía y el imaginario del artista. Aunque sean cosas muy distintas, me hace pensar en Proust para el que las experiencias vitales no tienen sentido ni expresión si no son reelaboradas ─ diría producidas ─ por la memoria. Cuando recuerda ─ y escribe ─ su viaje a Venecia o cuando se extasía recordando ante una taza de té, establece una suerte de diálogo entre el pasado y el presente, entre aquello que supone que fue y su propia imaginación.

No sé si Villa La Petite Sirène evoca un espacio vivido o real; ahora que estoy ante el cuadro no me interesa saberlo, aunque Brigitte Szenczi me comentó que la niña, esa niña solitaria, era ella misma inspirada de una fotografía. Lo que quiero señalar es que se trata de una novelación, de una puesta en ficción. Villa La Petite Sirène es ante todo un paisaje dramatizado; tal vez sea una evocación de las edades de la vida, con esta escalera angustiosa a cuyo término aparecen unos cipreses; tal vez puedan hacerse muchas otras lecturas, se podría calificar de paisaje sublime, de paisaje metafísico, pero será siempre un espacio otro, el espacio de la fabulación: el idioma de la imaginación.
Lo que interesa destacar es que en definitiva se trata de una espiritualización de la imagen; un itinerario diferente al de Juan Antonio Mañas, pero que al fin y al cabo busca atribuir a la imagen el mismo sentido espiritual. Esta dimensión se afirma en las últimas series de Brigitte Szenczi, al evocar el mundo de lo sagrado. En Costeando una especie de dios antiguo preside la isla ante la indiferencia de unos viajeros o en Comensales a la orilla del Leteo una especie de aparición, descontextualizada del conjunto, atribuye un nuevo contenido al que podría ser un episodio común.

Como en el caso de Juan Antonio Mañas hay, en los cuadros de Brigitte Szenczi, mucho de autobiográfico. Y tengo la convicción que Brigitte Szenczi como artista es un ángel de la imaginación, una mensajera de lo invisible; ilumina sentido dónde acaso los demás, insensibilizados como los pasajeros de Costeando, no sabemos percibir signos lejanos y lenguajes olvidados.
Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas rescatan un significado espiritual del vacío.

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