Catálogo de la exposición en la galería Juana Mordó

Catálogo de la exposición, enero de 1982

Autor: Joaquín Dols Rusiñol

Brigitte Szenczi Juan Antonio Mañas

-… y entonces es cuando el conde, ¡imagínate la escena!, entra en la gran sala, enorme, descomunal, medio gótica, como de un castillo pero de los de ensueño, imposible, con un techo que casi ni se ve de alto, tal vez abovedado, seguramente de sillares bien encuadrados. El suelo está todo alfombrado, una piel de tigre, o de leopardo, o de lo que hubieses sido ese animal a rayas, aparatosa en el centro, mirándonos con las fauces abiertas, amenazándonos, y apenas dos candelabros a ambos lados de la mesa, recia, de madera oscura, brillante, vieja. Todo el ámbito en penumbra, maligna, inquietante, rebuscada. Y entonces se ve que el hermano de la chica, loco él, está ahí, sentado tranquilamente, bebiendo champán. El conde se sonríe para sus adentros, sombrío, y le vuelve a llenar la copa. Al fondo, a la izquierda, un crujido seco, opaco, nos atrae la atención, y la del conde, que frunce el ceño, molesto, hace un ademán de sobresalto, pero nada, el jovenzuelo no se ha enterado, absorto, sumido en no se sabe qué maravilloso estupor que lo retiene, inhibido, alejado de todo lo que le rodea, inconsciente del peligro que le amenaza. El destello de una vela, rojizo, poco a poco más nítido, un golpe de música y, a la vez, él apura de un trago su copa, siempre sonriente, siempre confiado, el conde asiente, diabólico, mirada felina, rictus en la boca sensual de bigote fino, bien recortado, de petimetre finisecular y el chino aparece, silencioso, inexpresivo, hosco. Ha surgido como por arte de magia. Se coloca ante un portalón todo herrado, medieval, recios maderos recubiertos de roleos entrelazados entre sí y con unas extrañas formas animales en su interior. Para defenderlo. O quizá aguarde a que suceda algo para abrirlo. La tensión asciende. Nos fijamos por un momento en la chimenea, de formas escuetas y simples salvo el altorrelieve, una escena de lucha, feroz, titánica, entre un centauro y un hombre, un lapita seguramente. El ambiente se va haciendo opresivo. Estamos en puertas del desenlace. Sólo falta la chica y el sordomudo demente para tenerlos a todos reunidos. Y, justo, como si nos hubiésemos adelantado al guionista, en ese mismo instante la vemos al cabo de la escalera, bajo una gran tela, barroca a buen seguro, que representa una escena de caza mitológica en la que un centauro, otra vez un centauro, moreno, peludo, todo él un músculo acerado, es perseguido y asaetado por una amazona, alta, esbelta, piel blanquísima, cabellera al viento, grácil, delicada y sutil, pero de rostro enérgico, duro, incluso cruel. La chica se ha apercibido de todo, intuitiva, y va a gritar, poniendo en sobre aviso a su hermano, cuando una mano férrea le tapa la boca, firme como una mordaza. Es el otro criado del conde, el loco, que curiosamente se parece muchísimo al centauro, y que ha surgido tan sigiloso como de costumbre, nadie sabe de dónde, a lo mejor de detrás del espléndido cortinaje, terciopelo y dorados. Y entonces… ¡Oh, es una escena que no se puede contar! Todo sucede en cosa de segundos. Sucesivos encuadres, montaje rápido, planos cortos. No, no se puede explicar con palabras. Es totalmente imposible que te puedas hacerte una idea ni siquiera aproximada de la morbidez de la escena. Por más que nos esforcemos, siempre saldrá caricaturizada. Tal vez si te la dibujásemos, quizá te podrías imaginar, un poco a tu aire, entrar en ella, revivirla, rehacértela tu mismo.

Y así lo hicieron. Primero una escena, luego muchas más. De ese mismo film y de otros. En pasta de madera con collage de materiales diversos, inclusión de bombillas, tules y arroces, sobre cristal, de bulto redondo o en relieve. Hasta que al fin se encontraron, casi sin pretenderlo, con una especie de museo del cine, o una historia de su propia vida contada en imágenes cinematográficas, o un apunte para ése su film ideal siempre anhelado.
Quizá no fue así como sucedió; poco importa. Al cabo, los resultados han venido a ser los mismos: una secuencia de vivencias, de recuerdos, de estudios, de preferencias, todas ellas alrededor, sobre, tras y acerca del cine, corporeizadas, dichas en pasta de madera.

Incluso puede ser que no haya nada ni tan siquiera de todo esto, pero aún entonces la idea seguiría siendo válida. Brigitte y Juan Antonio, mis amigos, mais oui, no modelan fotogramas, no hacen retro, no cultivan la mitología cinéfila; ellos no. Ellos han llegado a esto por el buen camino. Y esto sí que sé que es cierto. Han venido paso a paso desde la búsqueda de la sinceridad en el trabajo artístico, que luego les ha salido artesano de la nueva artesanía urbana, o artístico/artesano, o fronterizo, o lo que se quiera, que hasta de vanguardia habrá quien lo califique. Y lo han hecho desde la cultura bien entendida – como si hubiera otra forma de entenderla-, cultura la suya que se halla próxima al viejo humanismo, pero hoy, lectores apasionados, devoradores de films, locos por los museos vetustos, recolectores de objetos maravillosos, fieles a ese ceremonial laico que es el té de media tarde, diseñadores, inventores, parisinos, y todo ello más allá de modas y corrientes, de oportunismos, de qué dirán los especialistas.

Uno y una que son, con Vicenç, Dos y Una, y todavía nos queda Abelardo, distante, faraónico, un auténtico Moisés redivivo, al que el río se le convirtió en camino de tierra, gato mágico y carismático como el líder hebreo.

Las obras de Brigitte y Juan Antonio son un poco de todo esto. Tienen algo de crêpe y de Nodier, de Wagner, Busby Berkeley y emplasto de arcilla verde para los granos ─ ¿o es gris y para las verrugas ─, de diario íntimo y de tertulia de amigos. Son como una tarta, o un civet, maceradas, hechas con cuidado y lentitud, cocinadas con delectación, amorosamente, sin escatimar ni tiempo ni esfuerzos. Parecen salidas de la cena de Trimalción. No sabes si contemplarlas con la religiosa prudencia a que obligan las esculturas o, goloso, tantearlas, pizcarles un canto y catarlas. Sus hermanos de raza están entre las figuritas de azúcar de Hoffman, y los panes modelados de Hill Eulespiegel. Decimonónicas, rococos, manieristas, decadentes, no son cibernéticas, ni electrónicas, ni conceptuales, ni telemáticas. Son el anti-video y la venganza de la imagen fija frente a la cinética. Porque en ellas no hay nada de instant-replay, de imagen detenida, de fotograma. Ni tan sólo de fotografía instantánea. No reproducen ni congelan, todo lo contrario, sugieren, crean, inventan. Cualquier parecido suyo con la realidad es puro error. Susurran un interés recóndito por lo pompier y hablan a gritos de un gusto flagrante por los recortables d’Epinal. Son ingenuamente edulcoradas, sofisticadas de opereta, ingeniosas con truco previsible de antemano.

Su sitio, creo, es el arcón, bien envueltas, con mimo. Para así, de vez en cuando, poder sacarlas, ilusionados, y volver a descubrirlas, como se hace con aquellos films ya casi olvidados y confundidos con otros mil más.

Son unas obras que andan un poco de puntillas, humildes a pesar de su sabiduría técnica y temática, lejos de tanta alharaca falsamente grandilocuente como hoy ─ y siempre, supongo ─ han de aguantar. Tal vez por eso me atraen, impresionan, motivan, animan, en fin, me gustan.

Y también por eso mismo, lector, te aconsejo que prescindas de todo lo que te he dicho y te las mires bien, sin más, abandonado a tus propios impulsos.

¡Ah!, se me olvidaba: cuidado con comértelas, que son algo indigestas.

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